domingo, 10 de marzo de 2019

Julia


Julia se sentaba algunas tardes en la mesa del jardín para fumar un cigarrillo y recordar. Enviudó 4 años antes y ahora sabía que le quedaba poco tiempo de vida, tan solo unos meses. A Julia no le gustaba la soledad, ni la muerte, no le gustaba el silencio 

-A mi llevadme donde haya gente, sobre todo gente joven, porque los mayores sólo hablan de penas y enfermedades.- Decía algunas veces.

 Cuando Julia pensaba en su vida, nunca se sentía triste y aunque vivió momentos malos, nunca se compadecía de sí misma: era soñadora para evadir, pero práctica para llevar a cabo sus sueños y sobre todo, tenía un gran sentido del humor. Julia sabía que en sus pensamientos podía elegir y elegía ser feliz.

Su niñez y su juventud fueron muy humildes, nació en Maraña, un pueblo de la montaña de León, donde la vida transcurría en una difícil rutina; los veranos daban poco tiempo al ocio, porque la familia tenía que sembrar y cosechar el alimento que necesitarían en invierno y además, recoger la hierba para alimentar al ganado. Sin embargo, los inviernos eran largos y pasaban muchos días haciendo la “hila”, una reunión de mujeres para cardar e hilar la lana y donde las jóvenes y ancianas contaban sus aventuras, alimentando la imaginación de la pequeña Julia.

El tiempo  de invierno se medía en domingos y en campanas. El domingo era el día que se arreglaban para ir a misa y luego daban un paseo por los alrededores del pueblo. Todos los eventos se regían por las campanas de la iglesia: Campanas de boda o de difunto, de quema cuando había algún incendio, campanas para buscar al ganado que se hubiese perdido en la montaña o si las ovejas habían sido atacadas por los lobos. No importaba el motivo, las campanas rompían la rutina y despertaban al pueblo del letargo.

Julia estudiaba de modo intermitente lo necesario para sobrevivir, todo lo demás lo aprendería ella sola. Si había ferias de ganado no asistía a la escuela y acompañaba a su padre, ya que era más parlanchina y sociable que sus hermanas. En las fiestas,  una escueta orquesta compuesta por un tamborilero y un flautín animaban el baile y Julia bailaba mucho y le divertía rozar la palma de la mano de sus parejas para valorar si eran hombres de campo o de escritorio, según los callos y las durezas que tuvieran.

Durante la guerra civil, tuvieron como huéspedes en su casa a combatientes de todos los bandos. Ella era una niña entonces y nunca tomo partido hacia ningún color, porque conoció a hombres buenos y malos de cada lado, aunque tuvo suerte y ninguno le hizo daño. A Julia no le importaba la guerra, ni los inviernos fríos y largos de la montaña, ni el trabajo duro, porque ella vivía de sus sueños.

Julia imaginaba la vida de la ciudad viendo las fotografías de las revistas que llegaban a su pueblo y la vida de sus tíos que habían emigrado a México. Amaba el olor a gasolina porque creía que era un olor de poder, entraba a hurtadillas en los coches de sus tíos y pasaba el tiempo en el asiento trasero, que olía a cuero, maderas finas y gasolina. Tardó tiempo en descubrir el olor de los perfumes.

El verano de 1959, vino de vacaciones su tío Antonio, el menor de sus tíos, que le propuso a su madre que alguna de sus hijas fuera a México para acompañar a su nueva esposa. Podría estar una temporada o quedarse a vivir allí. Isabel, la hermana mayor, se había casado y tenía ya dos hijos; Ángeles, su hermana pequeña, no quería cuentas con el mundo. Julia eligió y fue la elegida; ese año lo terminó en Madrid para empezar una nueva vida en México. El 31 de diciembre voló hacia México con todas sus ilusiones y miedos, pero con los sueños rozándole la piel.

Cuando llegó a México, se instaló con otros tíos, que tenían 6 hijas y dos hijos, en una casa de fiesta continua, de lujo, elegancia y derroche. Desde el primer día, la rutina comenzaba a las 7 de la mañana, cuando llegaban las peluqueras para peinar a la señora y a las señoritas de la casa. Luego las costureras, que les desplegaban las telas de moda y los figurines, para elegir y estrenar alguna prenda cada día. Después de los desayunos y parloteos, bajaban a las calles del centro de Puebla en un desfile de tacones altos, medias con raya, faldas entubadas, guantes y sombreros. También asistía a clase de tenis, de protocolo y a las reuniones del Instituto Social Femenino. Lo que habría parecido un sueño, para Julia fue una pesadilla encorsetada que no le permitía ser ella misma.

Unos años después, Julia se casó con Lucas, un hombre de la montaña de León que llegó a México para trabajar en la fábrica de la cerveza Corona. Tuvo dos hijos y se convirtió en ama de casa y madre. Aunque Lucas era muy celoso e intentaba controlarla en exceso, pero ella ignoraba sus peroratas con sueños y él no podía sino amarla y admirarla aún más. Julia no se venció a ninguna otra posibilidad que la de ser feliz. Recuperó la sencillez y la impronta del pueblo, aderezándola con su humor personal y la elegancia aprendida. Su casa estaba siempre llena de gente, podía servir cenas de huevos fritos acompañados con picadillo de León y cubertería de plata, precursora de la sofisticada comida de mercado. Igual vestía un colorido traje sastre de sencilla elegancia que se ponía las botas de goma para regar el jardín, con la manguera en una mano y el cigarro en la otra. Julia reía mucho y en cualquier tertulia,  todos querían estar junto a ella. Se convirtió en un gran camaleón social que encajaba en cualquier paisaje.

Al final de su vida sabía que había sido feliz y sobre todo, que siempre se había sentido querida.

Lucas, pastor de sueños

Lucas mentía como los escritores que crean ficción, sin daños colaterales.  Hijo y nieto de pastores, nació en un pueblo de las montañas de ...