lunes, 11 de mayo de 2020

Lucas, pastor de sueños

Lucas mentía como los escritores que crean ficción, sin daños colaterales. 

Hijo y nieto de pastores, nació en un pueblo de las montañas de León. Su familia era una de las más humildes y numerosas de la pequeña villa. Cada otoño su padre partía con otros pastores hacia el sur, como los pájaros, volando entre las nubes que formaban los rebaños de ovejas para buscar pastos más verdes. Lucas recorrió por primera vez las cañadas de la trashumancia cuando cumplió los 4 años, edad suficiente para cargar con las hogazas de pan y animar a los perros a controlar el rebaño. Los motriles correteaban y acompañaban a los pastores, acercando la bota de vino o el botijo que rellenaban en los arroyos. Por las noches, se dormía escuchando las historias de los mayores mientras él contaba las estrellas o aprendía los nombres de las constelaciones y su utilidad para seguir el camino. Despertaba haciendo dibujos con las nubes y pasaba el día nombrando los tipos de los árboles que se repetían por el camino. 
 
Cuando acababa la época del pastoreo y volvían a la montaña, el campo se preparaba para las cosechas y hacían el acopio para el invierno,  porque su madre se quedaría sola con las niñas y los más pequeños, quizá preñada de nuevo. En sus ratos libres, Lucas iba con otros niños a la escuela, donde un solo maestro enseñaba a mayores y pequeños a leer, escribir, a hacer sumas, historia y geografía de España, de la que Lucas ya había aprendido recorriendo los caminos. Así transcurrió su infancia hasta que un día lo reclutaron, como a tantos mozos de aquellos pueblos, para luchar en una guerra de la que desconocían los motivos y sin haber cumplido los dieciocho años. Tres años luchó en el ejercito, entre trincheras de distintos frentes, conviviendo con los piojos, el hambre y la muerte como único sentido de la vida. Después de la última batalla en el bando vencedor, Lucas se embarcó hacia África con una mochila de sueños y cegado de promesas. Tres años más estuvo en ese exilio hasta que un día perdió sentido la vida militar y se hizo necesario volver con su familia.

A falta de su padre, su madre y los once hermanos crearon un equipo donde los hermanos mayores se hicieron cargo de los más pequeños y trabajaron juntos hasta que todos tuvieron la mayoría de edad. Durante esos años, Lucas alternó la vida del campo con el comercio de ganado, algún estraperlo por tierra de Campos y  trabajos de corta duración que lo llevaron a Bilbao, a Perpignan y otro sitios lejanos. Así pasó el tiempo y Lucas cumplió los cuarenta años, sin haber formado familia, ni patrimonio personal y esperaba el futuro sin ataduras, ni grandes proyectos; por eso aceptó una oferta de trabajo para una gran fabrica de cerveza en México. 

Con el dinero justo en el bolsillo, la ropa mínima y un solo traje para ocasiones especiales, dejó de nuevo su pueblo. Desde que llegó a México, recorrió ciudades, pueblos y sierras para vender la marca de cerveza que defendería con su vida y así, poco a poco, se fortaleció el personaje del juglar que fue muy querido por la gente que lo conoció. Lo mismo contaba historias en su cercano círculo social de altos vuelos, que agrupaba gente humilde de pueblos perdidos. Se adueñaba del micrófono con gran facilidad en las caravanas de cantantes y vedettes que patrocinaba la cerveza y aprovechaba cualquier evento para decir unas palabras.

Entre cuento y cuento, entre venta y venta, conoció a Julia, una mujer que también salió de las montañas de León para vivir el sueño indiano con unos familiares que habían allanado el camino. Pronto se casaron, porque los años apremiaban y aún lograron procrear dos hijos a los que educaron en el amor de la familia y de las dos tierras que en sus corazones eran sólo una, España y México eran su patria.

 Lucas mentía, contaba anécdotas de su vida, ya novelesca en sí misma, con tintes de sueños y convirtiéndolas en historias de imposible realidad, era un juglar a destiempo. Algunas personas no creían su relato cuando avanzaba en exageraciones, pero le escuchaban abstraídos hasta la última palabra. El pastoreo infantil le enseñó a andar caminos, la guerra se impregnó en su vida como algo cotidiano de percepción confundida. 

Durante el día cantaba y reía a carcajadas, pero había aprendido del miedo y la desconfianza que le acompañaron para siempre y así, por las noches volvían los demonios, lo inundaban las pesadillas y el insomnio. Lloraba con facilidad, más de amor y nostalgia que de pena, porque sus emociones eran descontroladas. 

Lucas amaba a los niños y se divertía haciéndoles juegos y trampas, sobre todo a sus hijos y sus nietos, que no había mejores que ellos. Amaba a su Julia y la admiraba más que a nadie. Sin embargo, Lucas fue de amor difícil, protegía a los suyos por miedo y se regía con normas castrenses. No dejaba que el rebaño se escapara, vigilaba a la tropa y para él, muchos eran enemigos. Pero también llenaba los días de detalles, de muestras de cariño y  de caprichos. El amor de los juglares, de los que no ponen freno a la imaginación, no es fácil y solamente se puede tocar en los extremos.

Lucas leía mucho, pero nunca escribió, ni dejó registro de sus historias, simplemente siguió mintiendo hasta que un día le llegó la muerte y tampoco esta vez le creyeron, porque algunas veces viene el lobo de verdad y no dejará rastro para contar la anécdota. Así se fue el pastor a recorrer caminos, a contar estrellas, a ganar batallas y entrar en algún pueblo de vez en cuando con el pretexto de comprar un poco de pan y queso, pero con la intención de que alguien le escuche y forme un nuevo corro de gente a su alrededor.






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