Julia se sentaba algunas tardes en la mesa del jardín para
fumar un cigarrillo y recordar. Enviudó 4 años antes y ahora sabía que le
quedaba poco tiempo de vida, tan solo unos meses. A Julia no le gustaba la soledad,
ni la muerte, no le gustaba el silencio
-A mi llevadme donde haya gente, sobre todo gente joven, porque los mayores sólo hablan de penas y enfermedades.- Decía algunas veces.
-A mi llevadme donde haya gente, sobre todo gente joven, porque los mayores sólo hablan de penas y enfermedades.- Decía algunas veces.
Cuando Julia
pensaba en su vida, nunca se sentía triste y aunque vivió momentos malos, nunca
se compadecía de sí misma: era soñadora para evadir, pero práctica para llevar
a cabo sus sueños y sobre todo, tenía un gran sentido del humor. Julia sabía
que en sus pensamientos podía elegir y elegía ser feliz.
Su niñez y su juventud fueron muy humildes, nació en Maraña,
un pueblo de la montaña de León, donde la vida transcurría en una difícil rutina;
los veranos daban poco tiempo al ocio, porque la familia tenía que sembrar y
cosechar el alimento que necesitarían en invierno y además, recoger la hierba para
alimentar al ganado. Sin embargo, los inviernos eran largos y pasaban muchos
días haciendo la “hila”, una reunión de mujeres para cardar e hilar la lana y donde
las jóvenes y ancianas contaban sus aventuras, alimentando la imaginación de la
pequeña Julia.
El tiempo de
invierno se medía en domingos y en campanas. El domingo era el día que se
arreglaban para ir a misa y luego daban un paseo por los alrededores del
pueblo. Todos los eventos se regían por las campanas de la iglesia: Campanas de
boda o de difunto, de quema cuando había algún incendio, campanas para buscar al
ganado que se hubiese perdido en la montaña o si las ovejas habían sido
atacadas por los lobos. No importaba el motivo, las campanas rompían la rutina
y despertaban al pueblo del letargo.
Julia estudiaba de modo intermitente lo necesario para
sobrevivir, todo lo demás lo aprendería ella sola. Si había ferias de ganado no
asistía a la escuela y acompañaba a su padre, ya que era más parlanchina y
sociable que sus hermanas. En las fiestas, una escueta orquesta compuesta por un
tamborilero y un flautín animaban el baile y Julia bailaba mucho y le divertía rozar
la palma de la mano de sus parejas para valorar si eran hombres de campo o de
escritorio, según los callos y las durezas que tuvieran.
Durante la guerra civil, tuvieron como huéspedes en su
casa a combatientes de todos los bandos. Ella era una niña entonces y nunca
tomo partido hacia ningún color, porque conoció a hombres buenos y malos de
cada lado, aunque tuvo suerte y ninguno le hizo daño. A Julia no le importaba
la guerra, ni los inviernos fríos y largos de la montaña, ni el trabajo duro,
porque ella vivía de sus sueños.
Julia imaginaba la vida de la ciudad viendo las
fotografías de las revistas que llegaban a su pueblo y la vida de sus tíos que habían
emigrado a México. Amaba el olor a gasolina porque creía que era un olor de poder,
entraba a hurtadillas en los coches de sus tíos y pasaba el tiempo en el
asiento trasero, que olía a cuero, maderas finas y gasolina. Tardó tiempo en
descubrir el olor de los perfumes.
El verano de 1959, vino de vacaciones su tío Antonio, el
menor de sus tíos, que le propuso a su madre que alguna de sus hijas fuera a
México para acompañar a su nueva esposa. Podría estar una temporada o quedarse
a vivir allí. Isabel, la hermana mayor, se había casado y tenía ya dos hijos; Ángeles,
su hermana pequeña, no quería cuentas con el mundo. Julia eligió y fue la
elegida; ese año lo terminó en Madrid para empezar una nueva vida en México. El
31 de diciembre voló hacia México con todas sus ilusiones y miedos, pero con
los sueños rozándole la piel.
Cuando llegó a México, se instaló con otros tíos, que tenían
6 hijas y dos hijos, en una casa de fiesta continua, de lujo, elegancia y
derroche. Desde el primer día, la rutina comenzaba a las 7 de la mañana, cuando
llegaban las peluqueras para peinar a la señora y a las señoritas de la casa.
Luego las costureras, que les desplegaban las telas de moda y los figurines,
para elegir y estrenar alguna prenda cada día. Después de los desayunos y
parloteos, bajaban a las calles del centro de Puebla en un desfile de tacones
altos, medias con raya, faldas entubadas, guantes y sombreros. También asistía
a clase de tenis, de protocolo y a las reuniones del Instituto Social Femenino.
Lo que habría parecido un sueño, para Julia fue una pesadilla encorsetada que
no le permitía ser ella misma.
Unos años después, Julia se casó con Lucas, un hombre de
la montaña de León que llegó a México para trabajar en la fábrica de la cerveza
Corona. Tuvo dos hijos y se convirtió en ama de casa y madre. Aunque Lucas era
muy celoso e intentaba controlarla en exceso, pero ella ignoraba sus peroratas
con sueños y él no podía sino amarla y admirarla aún más. Julia no se venció a
ninguna otra posibilidad que la de ser feliz. Recuperó la sencillez y la
impronta del pueblo, aderezándola con su humor personal y la elegancia
aprendida. Su casa estaba siempre llena de gente, podía servir cenas de huevos
fritos acompañados con picadillo de León y cubertería de plata, precursora de
la sofisticada comida de mercado. Igual vestía un colorido traje sastre de
sencilla elegancia que se ponía las botas de goma para regar el jardín, con la
manguera en una mano y el cigarro en la otra. Julia reía mucho y en cualquier
tertulia, todos querían estar junto a
ella. Se convirtió en un gran camaleón social que encajaba en cualquier
paisaje.
Al final de su vida sabía que había sido feliz y sobre
todo, que siempre se había sentido querida.
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